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Historia de un fracaso (parte II)

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Tras las primeras renuncias a principios de 2010, se quebró un factor clave: la confianza, lo que hizo posible que el rugby uruguayo se volviera a unir para la recta final de la eliminatoria

 
 
(Viene de la nota anterior)
 La crisis nunca terminaría de saldarse. Porque si bien dirigentes y jugadores se sentaron a hablar y tras eso se les levantó la sanción temporal, a partir de ahí algunos jugadores ya no fueron tenidos en cuenta por razones técnicas, pero otros cinco (Protasi, Ormaechea, Etcheverry y Gibernau de Polo, y Campomar de Old Boys) volvieron a renunciar en la siguiente etapa –la preparación para el Sudamericano- aduciendo problemas de estudio y trabajo. La URU le dio la razón a dos de ellos, Campomar y Protasi, aunque a los otros tres los terminó sancionando por entre dos y tres fechas. La sanción salió justo en la previa a las semifinales del Torneo Apertura, lo que generó una gran molestia de Carrasco Polo, que acusó de intencionalidad política a la Unión. 
 
Paralelamente, la ausencia de los jugadores renunciantes se sumaba a la lesión de Rodrigo Sánchez, por lo que ya no había jugadores de Polo en el seleccionado. En ese aspecto hay que aclarar que la posición de la directiva del club siempre fue trabajar para que fueran a Los Teros, o al menos no fomentar que renunciaran. Pero más allá de eso, los dos hechos reflejaban las diferencias globales y la molestia que se vivía en el club con la URU.
 
Luego vinieron muchas cosas: un par de reuniones de ambas directivas, tratando de empezar a tender puentes en los temas que los dividían, y paralelamente un intento conjunto de convencer a los jugadores que todavía estaban afuera de volver al seleccionado. Ese intento, en parte, se complicó mucho luego de con  la sanción por seis meses a Conti por los hechos de la final del Apertura, y terminó de dividir las posiciones en la URU entre los más negociadores y las más drásticos en la estrategia para volver a contar con todo en Los Teros.
 
Luego vino la citación intempestiva de Etcheverry y Gibernau y su nueva negativa, que terminó con las expectativas de, a través de esfuerzos “diplomáticos”, lograr un acuerdo. También llegaría el alejamiento de Giuria  y la confirmación de que Rodrigo Capó tampoco llegaría, por diferencias con el presidente Zerbino y con Pablo Lemoine
 
Sin embargo, parte de la estrategia “negociadora” tuvo frutos, con la carta que Etcheverry y Gibernau presentaron a la URU poniéndose a la orden de los seleccionados de la Unión. Las interpretaciones sobre esa carta varían entre quienes opinan que fue una presión ante las ganas que ambos jugadores tenían de jugar en el seleccionado se seven, y quienes piensan que fue el final de una larga estrategia de  negociación, que finalmente encontró su momento de maduración.
 
Así, tras el 21-21 de la ida ante Rumania, el cuerpo técnico decidió convocar a Jerónimo Etcheverry, que a esa altura ya se había integrado al seven. Pero más allá de la situación puntual de Etcheverry y Gibernau, a esa altura los puentes con varios referentes estaban completamente dinamitados. La confianza, ese aspecto tan importante a la hora de elaborar un grupo que pelee por cosas importantes, ya no existía, lo que era lógico teniendo en cuenta todo lo que había pasado en el año. 
 
Pasando raya
Cómo asume gran parte del rugby uruguayo, el fracaso no fue de los jugadores que entraron a la cancha y dejaron todo, sino del rugby uruguayo, incapaz de crear consensos aún en las diferencias.
 
Todos tienen su cuota de culpa. Los jugadores que renunciaron, porque  fueron más allá de sus atribuciones en los reclamos, y porque encima, cuando decidieron que ya había acabado el tiempo de la negociación y había que tomar medidas, apostaron a la medida más radical en primer lugar –y justo en una semana de partido-, y así ya no les quedó margen para ceder y negociar. 
 
La URU también tiene su responsabilidad, porque no supo generar la confianza con los jugadores para evitar las medidas de fuerza, y para convencerlos de que el nombramiento del cuerpo técnico tenía fundamentos. Hay otro punto que será imposible de valorar, porque es la palabra de uno contra otro, y las dos partes merecen credibilidad: si Zerbino efectivamente prometió a los jugadores que el cuerpo técnico cambiaría una vez que terminara el Crossborder, o si les dijo que tendría incorporaciones pero no bajas, o si les dijo que ese tema le correspondía al DT. 
 
La URU tuvo una primera medida lógica, respaldando el cuerpo técnico que eligió Camardón tras el partido con la URBA, y agregando a Gonzalo Amaya como entrenador de line y un entrenador argentino de scrum, con lo que palió uno de los reclamos al principio del proceso: la falta de más gente en el rubro forwards. Pero tras esa primera medida lógica, con el correr de los meses, la URU se fue radicalizando tanto como los jugadores, pero en sentido contrario. En el afán por marcar la lógica autoridad, fue tomando medidas que fueron quebrando los puentes de diálogo, como la desmedida sanción a Conti y de localía a Polo. Además, hubo errores políticos clave, como que se demorara tanto la sanción a  los jugadores renunciantes, y que saliera junto antes de las semifinales, lo que hizo que se generara otra crisis política. O la intempestiva segunda citación de Etcheverry y Gibernau, a contramano de una primera lenta negociación. Es cierto que en el rugby, como en cualquier organización, las jerarquías son fundamentales, pero en ese proceso de establecer la lógica autoridad fueron quebrándose los puentes de confianza.
 
En el ámbito político, la confianza se quebró durante el año entre la URU y Carrasco Polo: parte de la directiva de la URU estaba convencida de que era el club el que operaba para que sus jugadores no fueran a la selección y perjudicaran a la Unión –sin tener en cuenta había jugadores de otros clubes afuera- mientras que en Polo estaban convencidos que la sanciones del año se trataban de una persecución de la URU al club. Los dos estaban en buena medida equivocados, pero la posibilidad de una solución se iba desvaneciendo tanto como se fortalecían las sospechas de un lado al otro. Finalmente, en la segunda mitad del año, ambas partes fueron cediendo y entendiéndose más, hasta que llegó la carta de Etcheverry y Gibernau. De todos modos, reconstruir 100% la confianza llevará un tiempo más.
 
Camardón se encontró con una bomba que le explotó en las manos, y ante la radicalidad de la primer medida de fuerza de los jugadores, defendió a su equipo, cuando Grundwaldt y Piñeyrúa procedieron poniendo su cargo a disposición. Siempre apostó por el diálogo con los jugadores, aunque pronto se dio cuenta que las pociones eran irreductibles, y -como él mismo dijo en una nota con Rugbynews antes del Sudamericano– que no era su lugar, porque el enfrenamiento se había ido de cauce. Entonces, se abrió del asunto, y estableció una condición lógica: todos los que se quieran incorporar están bienvenidos. Ese fue el criterio para sumar a Jerónimo Etcheverry en el último partido.
 
Cada uno tiene su cuota de razón y de culpa, y los pormenores van muchísimo más allá de este ya largo análisis. Lo que si queda como amarga respuesta es el resultado: por segundo mundial consecutivo, las diferencias impiden lograr una clasificación. Es imposible lograr siempre lo que se quiere, y a veces, siquiera una parte. Pero allí es donde debe aparecer la importancia de objetivos superiores. Después vendrá la discusión de si tiene sentido seguir peleando clasificaciones a mundiales con estructuras amateur, o si lo más sensato es pensar en una movida internacional para disputar un Mundial B. Pero lo doloroso es que, nuevamente, la división interna fue la mejor explicación para un nuevo fracaso del rugby uruguayo.

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